LA QUERELLA ICONOCLASTA



Etimológicamente, el término iconoclasta se refiere a quien practica la iconoclasi,  esto es a quien destruye pinturas o esculturas sagradas o iconos. Un ejemplo de iconoclasia fue la tradición bizantina, sobre todo León III, que ordenó la destrucción de todas las representaciones de Jesús, de la Virgen María y, especialmente, de los Santos. En lenguaje coloquial se utiliza también para referirse a aquella persona que va a contracorriente y cuyo comportamiento es contrario a los ideales, normas o modelos o estatutos de la sociedad actual o a la autoridad de maestros dentro de esta, sin que implique una connotación negativa de su figura.

 
Entre el siglo VIII y mediados del XI, el Imperio atravesó sucesivamente una de sus peores crisis internas, marcada por la querella religiosa en torno al culto de las imágenes, y por un periodo de recuperación que llevaría a la gran época de la disnatía Macedónica. El cambio de las circunstancias políticas es compatible con una gran estabilidad en las características de Bizancio como civilización, que en aquellos siglos logró también muchos de sus mejores frutos.
Desde luego, en la querella se mezclaron factores que no eran religiosos, como antaño en la cuestión monofisita, pero éstos le daban su carácter. El culto a las imágenes, consideradas sólo como símbolo, venía creciendo entre los ortodoxos desde el siglo VI, a menudo en términos de enorme veneración y culto locales, "por medio de las que los individuos y comunidades aisladas se daban a sí mismos valor y esperanza ante las turbaciones políticas y sociales de su tiempo" (Ducellier), pero en contraste con "la diversidad y la fuerza en el mismo momento de las tendencias anicónicas entre los monofisitas, los armenios, algunas sectas maniqueas de Asia Menor surgidas en el siglo VII y conocidas con el nombre de paulicianas, entre los judíos y, en último lugar, en el Islam  (Lemerle). 

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En el año 723 el califa Yazid había ordenado retirar las imágenes de los templos cristianos en las tierras sujetas a su dominio y León III,  que conocía el gran número y fuerza de los iconoclastas en Asia Menor, tierra próxima al mundo islámico, quiso aumentar su apoyo en ella e impedir cualquier debilitamiento de su capacidad de defensa al tomar medidas a favor de la iconoclastia, aunque parece que no lo hizo por influencia directa de las corrientes anicónicas musulmanas sino por motivos de recuperación del poder imperial sobre un culto que, en cierto modo, prescindía de toda referencia al Estado. Sin embargo, como señala el mismo Lemerle, "los iconódulos están en la línea del cristianismo humanista transido por la tradición greco-romana; los iconoclastas, como anteriormente los monofisitas, en la del cristianismo semita y asiático... que trasciende la divinidad y condena la materia; el occidente greco-latino no se decide ni a concebir una divinidad totalmente incognoscible, incomprensible, imposible de circunscribir y representar, ni a condenar definitivamente la materia. 

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El cristianismo cree en un Dios que fue al mismo tiempo un Hombre... su dogma fundamental es el de la Encarnación", de modo que el culto a las imágenes, que para sus adversarios era idolatría y acto de magia porque consideraban consustancial la imagen y el ser al que representaba, para sus partidarios subrayaba la naturaleza humana de Cristo, el vínculo profundo entre tiempo y eternidad establecido por Dios sin merma alguna de su unicidad y trascendencia. Claro está que el prestigio e influencia sociales de muchos monasterios, principales promotores del culto a imágenes, y el fruto de peregrinaciones y ofrendas no fueron elementos desdeñables, y también lo fue que a menudo se generaban abusos y formas poco convenientes de práctica religiosa y muy ajenas a la parquedad de representaciones figuradas propia de los primeros siglos del cristianismo, pero esto no altera el fondo doctrinal de la cuestión.

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